Gente que pasa , y yo que miro

Hay días en los que me da por mirar a la gente. No mirar en plan “qué lleva puesto” ni “a ver si la conozco de algo”. No. Mirar de verdad. Observar. Parar un rato, guardar el móvil, y simplemente mirar. A veces lo hago en el aeropuerto, otras veces en la cola del supermercado. Sitios donde nadie espera que pase nada, pero donde a mí se me llena la cabeza de ideas.
No es que me invente historias muy elaboradas, pero sí me vienen pensamientos. Veo a alguien esperando y me pregunto: ¿y si hoy es uno de los mejores días de su vida? ¿Y si justo ahora, mientras elige yogures, está a punto de recibir una noticia que le cambie todo? O al revés, ¿y si simplemente está teniendo un día más, de esos que no dejan huella, pero que sostienen la vida?
El otro día, sin ir más lejos, estaba en la cola del súper y se me cruzó la mirada con una mujer que tenía la cesta llena hasta arriba. Nos miramos medio segundo, y me sonrió. Así, sin más. No fue una sonrisa de “te dejo pasar”, ni una sonrisa de esas incómodas de “ups, me pillaste mirando”. Fue una sonrisa de “hola, existimos”. Y a mí me encantó. Porque hay algo bonito en que dos personas se reconozcan sin decir nada. Sin motivo. Sin excusa. Solo porque sí.
A veces pienso que esas pequeñas cosas nos salvan el día sin que nos demos cuenta. Una sonrisa en la cola, una mirada en el metro, un gesto amable. Pequeñas cosas , sin historia detrás, pero que te cambian el ánimo. Como cuando alguien te sujeta la puerta y te dan ganas de decirle gracias con más fuerza de lo normal, porque ese gesto te reconcilia un poco con el mundo.
También me fijo mucho en los gestos automáticos. Esos que repetimos sin darnos cuenta y que, si los mirás desde fuera, dicen mucho más de lo que creemos. La gente que se cruza de brazos cada dos minutos. Los que se tocan la cara cuando están nerviosos. O esa manía de ajustar la bufanda, aunque esté bien puesta. Es como si el cuerpo tuviera su propio idioma y soltara verdades sin pedirnos permiso.
Y ahí, claro, empiezo a pensar. ¿Cuántas veces he repetido yo los mismos gestos? ¿Cuántas veces mi cuerpo ha contado lo que yo no quería decir? Porque sí, a veces vamos por la vida creyendo que disimulamos muy bien… pero nuestras manos nos traicionan. Nuestras posturas, nuestras miradas. Como cuando decimos “todo bien” y apretamos la mandíbula al mismo tiempo.
Y no me malinterpretes: no me creo una observadora profesional, ni ando por ahí escaneando a la gente como si estuviera escribiendo una novela. Pero es verdad que cuando me detengo a mirar, me vienen pensamientos. Me imagino fragmentos. Me pregunto cosas. Y eso, sin querer, me conecta.
Porque en medio del caos, del ruido, del “tengo mil cosas que hacer”, parar un momento y ver —ver de verdad— me ayuda a recordar que no estoy sola. Que todos estamos aquí, haciendo lo que podemos. Que nadie tiene todo bajo control, aunque lleve un moño perfecto y una agenda de color pastel.
A veces me hace gracia pensar que yo también debo ser observada por alguien que se inventa cosas sobre mí. A lo mejor me ven distraída y piensan que estoy triste, cuando en realidad solo estoy pensando si me olvidé de comprar papel higiénico. O me ven reír sola y creen que estoy chateando con alguien, cuando simplemente me acordé de algo que pasó hace tres días y me hizo gracia.
Eso también me gusta: saber que somos todos un poco misterio para los demás. Y que hay algo hermoso en no entenderlo todo. Solo mirar, imaginar un poco, y seguir. Sin conclusiones.
Así que sí, me encanta mirar a la gente. Porque a veces, en un gesto mínimo, en una mirada corta, en una sonrisa que aparece sin motivo… pasa algo. No se explica. No se guarda. Pero se siente.
Y con eso me basta.